Tu voz es una señal de alerta, un indicador de algo diferente. Dependiendo de quién esté cerca, tu manera de hablar cambia. Actúas como una madre salvadora, una santa para los demás, la heroína siempre lista para socorrer. Pero cuando la escena queda vacía y nadie te observa, tu máscara se resquebraja y revelas la verdadera malicia.
Malicia que se asoma en cualquier rincón, en cualquier gesto, en cualquier palabra. Tu sonrisa se vuelve una mueca, tu abrazo una trampa, y tus ojos, que antes brillaban con falsa compasión, ahora relucen con una crueldad que hiela la sangre.
¿Es más fácil vestirse de santa y no de madre? ¿Es más cómodo esconderse detrás de una fachada de bondad y no asumir el papel de quien realmente eres?
Cada vez que pronuncias mi nombre, un escalofrío recorre mi espalda. "Miguel, Migueeel, Miguel...". "Te estoy hablando, Miguel, Migueeel, Miguel...". Tu voz es un veneno que me desregula, un recordatorio de tu control sobre mí. ¿Por qué me hablas así?, me pregunto. "¿Por qué me tratas como si fuera estúpido?". No soy sordo, pero tus palabras me hieren como un golpe en el estómago.
Esta tortura sin límites me llevó a cuestionarme: "Quizás sea yo". Siempre creí que el problema era yo. Pero entonces te miré y vi la verdad: jugabas conmigo, manipulándome con tus juegos macabros. Me sentía atrapado en un ciclo de miedo y confusión. Me pedías que te trajera algo, pero cuando lo hacía, me preguntabas si realmente era lo que querías. "¿Qué te pedí?" "¿Qué te dije?". Era una trampa, un juego macabro diseñado para hacerme dudar de mi propia capacidad. Me golpeabas y me repetías la pregunta, como si esperaras que yo mismo me convenciera de mi error.
Para evitar olvidos, me repetía las instrucciones en voz baja: 'escoba, escoba, escoba'; escoba, escoba, escoba'. Pero no importaba, porque siempre encontrabas una forma de manipularme. Al principio, creí que era yo quien no entendía, pero pronto comenzó a crecer la duda: ¿y si era tú quien se divertía con mi confusión?
La ansiedad me consumía, me sentía al borde del desmayo. Mi cuerpo reaccionaba con sueño, un refugio desesperado para escapar de la tensión constante. Cuando mi padre llegaba, me dormía, y en el jardín, la fatiga era mi compañera constante.
Tu presencia era imponente, una figura robusta que parecía absorber todo el oxígeno del aire. Tu cabello negro y corto, como una corona de oscuridad, enmarcaba tu rostro tenso. Los labios finos, apretados en una línea severa, parecían una barrera infranqueable. Tu ceño fruncido, una constante expresión de desaprobación, me hacía sentir insignificante. Y tu respiración agitada, un ritmo acelerado que revelaba tu asmática condición, sonaba como un recordatorio de tu fragilidad, pero también de tu capacidad para hacer daño.
Tu aliento cálido, cargado de intensidad, me envolvía cuando te acercabas, una sensación que me erizaba la piel y me hacía paralizar y retroceder. Ese aire caliente parecía llevar consigo una amenaza silenciosa, un aviso de que estabas lista para estallar en cualquier momento. Tu mirada, profunda y oscura, parecía taladrarme, como si buscaras algo que explotar. "Miguel, Migueeel, Miguel...". "Te estoy hablando, Miguel, Migueeel, Miguel...".
Yo sabía que si aceptaba culparme y aceptar que fui yo quien se equivocó, te detenías. Si no, seguías sin cesar, sin control alguno. Los ecos de mi voz temblorosa, mis gritos desgarradores y llantos desesperados eran el combustible que avivaba tu fuego interior, alimentando la llama de tu sadismo con una intensidad que parecía no tener fin.
Sabía que debía contener mi respiración y ser lo que siempre quisiste que fuera: alguien silenciado, alguien que no emitiera ningún sonido para que no pudiera defenderse. Cada sollozo mío era una nota que resonaba en tu corazón de piedra, haciéndote vibrar de un placer morboso. Gozabas del dolor que sembrabas, y mi desesperación era el abono que hacía florecer tu malicia, nutriendo su crecimiento con cada lágrima que caía.
Después de cada episodio, ponías la pava a calentar y te sentabas a tomar mate, riéndote como si no hubieras hecho nada. Tu actitud cambiaba repentinamente. Nunca creí en tu amor. Tu amor siempre fue falso, y si lo hacías, sentía terror. ¿Y ahora qué me va a pasar?, pensaba. Me incomodabas.
Me sentía completamente solo, abandonado en un infierno sin salida. La desesperación me consumía, y mi mente se llenaba de preguntas sin respuestas. ¿Quién podría salvarme? ¿Por qué siento que mi existencia fuera tan fugaz? ¿Y si en cualquier momento, tus golpizas me arrebataban la vida? ¿Por qué no podía salir vivo de mi propia agonía?
La angustia me estrangulaba, y mi corazón se preguntaba: ¿y si me entrego como una ofrenda, y acabas con mi vida? Sí total, ya estoy muerto en vida. Me mataste tantas veces, con cada golpe, con cada palabra. Me duele existir. Sé que nadie vendrá a mi funeral, porque es muy probable que me entierres en el fondo de casa, y yo sea solo un pedazo de carne descuartizado, un secreto enterrado conmigo.–Miguel Quintana.
Comentarios
Publicar un comentario