[ … Dedico este texto a la persona que a través de sus problemas internos, aprendí que no todos heredamos empatía, comprensión y amor propio … ]
Tuve que aprender a convivir con un monstruo. Con su forma de manifestarse, con sus caprichos, con sus quejas, con su manera tan errada de ver las cosas; con sus manías, sus falsedades, sus mentiras y su idiotez de hacerse el superior.
Cada gesto, cada palabra, cada mirada era una cuchillada en mi alma. Pero a pesar de todo, le agradezco, porque gracias a él, aprendí a ser fuerte, a resistir y a valorar cada pequeña luz que se cruzaba en mi camino.
Tuve que aprender a sobrellevarlo, para aliviar mi depresión y mi ansiedad que me arrastraría por siempre. Tuve que hacerme el fuerte para no sentirme siempre el débil, el raro, el inútil, el que tartamudeaba por miedo e inseguridad y se meaba. Tuve que hacerme el fuerte cada vez que tuve miedo, cada vez que me hablaban, golpeaban o me lastimaban; Tuve que hacerme el fuerte cada vez que mi pecho se aceleraba sintiendo ausencia. Tuve que hacerme el fuerte cada vez que sentía que no podía más. Cada vez que se me destrozó el corazón. Cada vez que no me sentí tan vivo. Cada vez que mis adentro se descosian y perdía ese algodón suave que hace que uno se sienta bien, ser alguien, algo. Tuve que hacerme el fuerte cuando, a veces, no sabía cómo hacerlo y cuando una parte de mí me buscaba porque incluso yo no quería estar; Tuve que hacerme el fuerte cada vez que sentía que no resistía y me sentía al borde del abismo. Cada vez que me daban esos ataques de asma en las madrugadas; Esos ataques que hoy en adulto se me manifestó con un conjunto de cosas. Tuve que lidiar con la soledad cada minuto de vida para no perder el amor propio. Tuve que lidiar con eso y mucho más …
PADRE
Gracias. Gracias por no llevarme al médico cuando me dolía la panza. Gracias por no revisar mi tarea cada vez que llegaba de la escuela. Gracias por no ir a buscarme cuando llovía o cuando había actos. Gracias por no motivarme cada vez que me iba bien en la escuela. Gracias por no saber mi color preferido, mi comida preferida, mi cantante preferido o cuanto calza mis zapatillas. Gracias por no saludarme en mi cumpleaños a medida que iba creciendo. A penas lo adivinabas que era el mío y la saludabas a mi hermana, a mi melliza, a delante de mí. Cada vez que me ignorabas, yo lloraba a escondidas. Cada vez que me rechazabas destruía mi corazón. Cada vez que hablabas mal de mí, yo sentía rechazo sobre mí. Me hacías creer que yo era malo, que algo malo había hecho yo. Sentí que tu desprecio me lo merecía. Me enseñaste a sentirme una basura. Gracias por devástecerme económicamente cuando podías haberme darme un futuro mejor, una educación mejor. Decías esas frases como: “No soy Ricardo Fort”, haciéndote el nervioso y el incomprensible a lo pedido; pero bien que para el alcohol y para mis hermanos siempre tenías.
Siempre me dijiste que no era tu amigo, y es cierto. Yo sólo buscaba a un papá. Yo sólo buscaba poder llegar más a vos, pá; yo deseaba tener un papá.
Gracias por hacerme fingir que mi entrega de diplomas de la secundaria no era importante, yo sí te esperaba con ansias. Me sentí destrozado y avergonzado delante de mis compañeros por ser el “único” alumno sin sus padres, y por eso no fui y sólo estuve llorando en mi habitación, porque quería estar con mis compañeros. Y tenía razón, no ibas a ir. Gracias. Gracias por no llamarme a la mesa cada vez que iban a comer, yo siempre esperé que a mí también me invites. Gracias por cada mirada de desprecio e ira. Gracias por cada mirada vacía y fría. Gracias por cada amor falso. Gracias por todos esos abrazos que necesité y por todas esas noches de desvelos, pensando cómo podría hacer para que me vieras como a mis hermanos.
Cada vez que sentía rechazo cuando crecía, explotaba algo dentro de mí. Incluso intenté disfrazarlo muchas veces, para no sentirme tan destrozado interiormente. Todo este desamor que has dejado aquí adentro, a veces, intento comprenderlo. Me destrozaste el corazón, pá.
Tu ausencia emocional me dejó un vacío que intenté llenar de mil maneras diferentes, pero ninguna funcionó. No importaba cuántas veces te buscara, nunca estabas ahí. No estuviste presente en mi niñez, no estuviste presente en mi adolescencia, y en la adultez no sabías nada sobre mí. Me sentí como un extraño en mi propia familia, siempre al margen, siempre solo. Siempre me sentí como “un extranjero en mi propia familia". Pero hoy, después de tanto dolor, de tanto llanto, de tanto intentar ser lo que querías, me he aceptado tal cual soy. He logrado perdonarte por todo lo que hiciste y lo que no hiciste. Y aunque nunca lo entendí, hoy sé que tus acciones eran un reflejo de tus propios miedos, tus propias heridas.
Ya no necesito que me aceptes, porque yo ya me acepté, pá. Gracias. Te perdono, padre, y espero que vos también te puedas perdonar y amar, para que puedas sanar las cicatrices que te dejaron los años.
Tu hijo, Miguel.
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